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Los viejos violinistas del Metro de Madrid

Cuando voy en metro a trabajar me despido de tí en uno de los recodos que forman los pasillos, en una orilla cualquiera, golpeada por el flujo incesante de personas que se dirigen a sus quehaceres diarios. Sean cualesquiera que sean, poco importan ellos y sus quebrantos cuando me despido de tí. 

Entonces me giro y no miro atrás. Y sigo ese camino de baldosas, que no son amarillas, sino que el tiempo las amarilleó. El camino me gira de nuevo y, a lo lejos, aparecen ellos, a lo lejos, como el que cantaba para que Neruda pudiera reflejar en sus poemas algunos ecos lejanos. Una vieja pareja sentada en dos frágiles sillitas en el siguiente meandro de este río que me lleva.

Un paso después (aproximadamente) mi oído recibe las primeras ondas de una vibración muy diferente a los pasos que siguen desgastando las balsodas, a las miradas de rutina, a los humores de la mañana. Otro paso después, o quizás un par, mi cerebro interpreta esa vibración y sabe que es música. Y entonces mis ojos reaccionan y ven el violín, los altavoces, el porta partituras…

Muchos pasos después, me quedo allí, frente a ellos, mirándoles, escuchándoles. El sonido no es bueno, ni el violín es un Stradivarius. Ni está todo lo afinado que quizá debería. Pero cuando se tienen ochenta y tantos y artrosis desde los dedos hasta el alma, ¿quién puede afinar correctamente un violín o calibrar bien un viejo altavoz barato?

La anciana, que mira con infinita ternura y entrega absoluta a su amante, tarda un rato en percatarse de mi presencia, entonces me mira y me sonríe. Señala la funda con algunas monedas y discos grabados, pero sobretodo, con muchas estampitas de santos y santas. Al fin y al cabo la hagiografía no recoge otra cosa que historias de amor. Después, sigue escuchando, paciente, queda, recatada, la música que sale del violín de su anciano marido.

Él no me mira. Yo soy para él parte de la marea ahora. Ahora soy parte de ese flujo incesante que rodea a los enamorados sin que a estos nunca les importe. Al final, dejo unas monedas y vuelvo a la corriente.

Al fin y al cabo, no podría quedarme en ninguna orilla en la que no estuvieras tú.

Foto by @mdenoche

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