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Si es posible otro mundo…

Cuando aterrizas en Barajas un domingo a las once de la noche se distingue fácilmente a los madrileños. Agotados, caminamos a toda prisa hacia las salidas, ya sea hacia el metro o hacia un taxi, sin importarnos una mierda aquel al que dejemos atrás, como si en lugar de un viaje, volviéramos de una guerra mundial.

Este desinterés, ¿nos lo provoca la ciudad? En este sentido, los madrileños somos, es cierto, muy newyorkinos, casi parisinos. Vivimos una vida trepidante, ajetreada, vibrante. Gritamos a nuestros smartphones, corremos detrás de los metros y expiamos estos y otros pecados cada domingo en los exiguos parques de nuestra ciudad.

Llegamos a Barajas los domingos por la noche, destruidos, quizá en parte porque nos cuesta reconocer que hay un más allá, que existe algo mejor, que otras ciudades y otros mundos son posibles. Si hay una ciudad que alimenta la creencia en la utopía es Lisboa.

Lisboa, atlántica, mediterránea, europea y caribeña. Lisboa de infinitas cuestas que bien sabe el corredor que tienen un fin, como todo en la vida. Lisboa decimonónica, dieciochesca, renacentista, morisca, ancestral. Lisboa contiene todo y a todos, y una podría creer a ciegas que todo el universo está contenido en alguno de sus edificios abandonados o en la oscuridad de las calles de Alfama de noche.

Si de verdad una ciudad remueve sentimientos y te lleva a intentar buscar un futuro mejor, si de verdad hay un lugar donde crees que el pueblo puede cambiar algo, llegar a ser alguien todos juntos, avanzar hacia un mañana mejor, es esa Lisboa descolorida de casas coloristas, que hace pensar que, si estamos solos en este universo, cuánto capitalismo ha sido desaprovechado.

Que si esto es todo lo que podemos ofrecernos los unos a los otros, hay que cambiar los esquemas y buscar ese algo mejor. La luz del Mosterio dos Jerónimos, los dulces de nata, las sonrisas obrigadas, la Praça do Comercio abriéndose a la luz y el espacio infinito del Tajo.