Viajes

Djemaa el Fnaa

 

La plaza de Djemaa el Fnaa amanece ante los ojos del turista siempre llena, bulliciosa, exultante. Los vendedores cantan las ofertas mientras los jóvenes, ajenos a su palabrería, la cruzan para dirigirse a la otra punta de la ciudad. Las mujeres caminan aprisa, siempre atareadas y los ancianos hechiceros que te miran a los ojos parecen contener todos los siglos pasados en el fondo de sus pupilas.
Cae la noche y nos emboban sus faroles y luces que se encienden en cada tenderete, tienducha, en todos los carros de comida ambulante.  Aplaudimos, nos henchimos del aire fresco que se respira desde las terrazas y que no llegará a pie de calle sin haber sido respirado una, dos o cientos de veces, sorbemos algo de té.
Son dos plazas diferentes, la del día, y la de la noche, y sin embargo, subyace bajo las dos un mismo alma. Corren bajo sus adoquines el mismo agua, la misma sangre. Y, una vez vuelves a verla por segunda vez, se te cae la venda de ojos y empiezas a intuir ese ente extraño, mistérico, perturbador que ha fundido durante los siglos a esta plaza y sus moradores, los vivos y los muertos, hasta que éstos también se han convertido en uno.
La plaza de Djemaa el Fnaa tiene algo que da miedo, en la forma en que da miedo todo lo desconocido desde un parto hasta la muerte. Te mira de frente desde el fondo de sus antiguas pupilas retándote a adentrarte en los misterios que encierra. Con suerte, algún día, nos dejará vislumbrar parte de alguna verdad. De momento, somos afortunados por haber logrado salir de ella sin más locura que la que ya llevábamos, sin más dolor que el de seguir enfrentándonos a la vida.

 

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